La
retórica es el lenguaje del poder y, así las cosas, pareciese hoy indispensable
no sólo defender la palabra, sino hacer uso de ella en nuestra legítima defensa.
Tomar
la palabra y articular un discurso.
Tomando
en cuenta nuestra asimétrica posición en el tablero y, aún más, debido a que el
cerco se cierne amenazante sobre nosotros.
Devolverle
a ésta su cuño original, su efigie, su imagen, su estatuto sobre la(s) materia(s);
como el regalo que origina el intercambio y la disputa.
Para
esto deberemos usar palabras como si fuesen una pira; para quemar la falacia de
la satisfacción del deseo a través del consumo.
Como una barricada; que detenga
el avance inverosímil e implacable de la codicia y la indolencia.
Como un niño
que inocente denuncia la impudicia del desnudo emperador fantoche.
Deberemos
hacer uso de la palabra frente al poder de las máquinas y sus cifras.
Frente al panóptico con rostro de libro que
controla y vigila, incluso lo dicho dentro de nuestro círculo de amigos y familia.
Frente
al tribunal de la historia que condena al que calla frente a la hecatombe.
Empeñaremos
nuestra palabra en exorbitantes cifras y la someteremos a obscenas tasas de
crédito, para incrementar sin tapujos la riqueza de nuestro espíritu y la alegría
de su valor.
Haremos
uso de la sensual palabra que en nuestros labios se desliza como un tibio
brebaje hechizado, que deleita nuestro paladar.
Como placentera sensación del
espíritu, que inquieto, no se conforma con el goce que le proporciona la carne,
y se hace palabra.
Cual máscara, que muestra y esconde.
Como música y canción
que nos embriaga y nos conduce a la divina locura de ser dioses (y crear el
mundo que nos place).
Deberemos
defender la voz humana y su desnuda verdad de ser cuerpo que vibra, que padece
los efectos de estar vivo. Eso es defender lo más sagrado de lo humano.
Defender
la palabra debido a que sólo a través de ella, podemos defendernos a nosotros
mismos.
Nosotros, los que tenemos voz.