Hay palabras que nos quedan rondando en la comisura del hipotálamo, que nos susurran hormonas en el torrente eidético del aenima; ideas que nos acompañan de forma sutil y casi etérea en el cálculo que realiza el riñón de la consciencia, a través de la palabra catch-hada por la mente. A lo que me refiero en concreto, es que a muchos de nosotros en mitad de la noche, algo nos despierta; algo que no es la auto-consciencia de la conciencia, que no es el rumor del ser masticándose infinitamente a sí mismo en la eterna persecución de su reflejo, en las aguas del lenguaje, nop.
De vez en cuando, logramos en la mitad de la noche sentir, casi tocar, eso que nos es ajeno, y que no es la otredad, que no es la idea platónica; más bien, es eso que subyace tras el silencio, quizá nosotros mismos.
Ese es uno de los asuntos que en la mitad de la noche, sutilmente toca mi hombro, me rodea, o más bien me invita a sumergirme. Y es cuando tiendo a darme cuenta de lo separados que, como sujetos, estamos del resto de los otros, de esos que no somos yo, o del yo en cuanto a ser dis-tintos de lo(s) otro(s).
De vez en cuando, en estos casuales pseudo encuentros con el mí mismo; recuerdo, entre muchas otras cosas, un terrible sueño que tuve cuando doliente y adolorido adolescente estuve.
Sombría galería recorría, herrumbrosa, gris y opresiva, que terminaba en una escalera descendente, inexorable, de ladrillo en ladrillo, de gris a ciego; hacia la profunda garganta de una más oscura gallería, de una mazmorra de tripas negras y oprimentes. En este desesperado lugar, encontraba a tientas una herrumbrosa puerta que con el chillido de sus goznes daba paso a la ausencia total, fría y completa de luz; en la que me hundía cual puñal que ávido de conocimiento se encaja en el núcleo palpitante de la duda.
En esta completa y profunda pregunta, que me envolvía cual viscoso líquido; y luego de un largo intervalo de ceguera, mis ojos lentamente comenzaban a acostumbrarse a las tinieblas, para pasar a divisar tímidas sombras que lentamente me cercaban.
En esta operación meticulosa estaban mis ojos cuando, paulatinamente, las siluetas comenzaron a transformarse en rostros, que curiosamente me examinaban tomando forma en incontables cabezas que, cada vez más cerca, susurrábanme con una voz conocida. En ese momento, una fría sensación, recorrió mi espinazo y de pronto, reconocí las formas de cada cara, que se multiplicaban hasta el infinito. Mi propio rostro. Al darme cuenta un grito de espanto rasgó la oscuridad iluminando con el mismo grito todos los demás rostros que en ese inconmensurable espacio se encontraban. Mi reflejo aterrado reflejado en mil rostros se fractalizaba en un quebrado grito de espanto.
Desde su más recóndita profundidad, mi ser se estranguló. El sudor helado se confundió, con las frías sabanas que en mi fría cama, me cubrían hasta el cuello.
Desperté dos veces.
Muchas veces cuando escucho el silencio, o siento como me observa detrás de las personas o los objetos, diviso el recuerdo de los reflejos de esa noche. Me recuerdo repetido hasta lo incontable, me recuerdo aterrado por mi mismo.
Es probable que el silencio nos espere, aceche el momento en el cual avalanzarse sobre nuestra irremediable soledad. De aquella que escapamos a través del otro. Para develarnos aquellas cosas que en general no nos atrevemos a escuchar; para oír nuestro grito sin que nadie nos escuche; para entender de nosotros lo que más nadie comprende. A veces me pregunto cuantos más conocen este silencio que nos acompaña, que nos envuelve y nos separa, que nos impulsa hacia la necesidad de otro, siempre otro, que nos escuche y que al hacerlo, nos salve del silencio. De nosotros mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario